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Las Plumas

De política y cosas peores

Los informes presidenciales han dejado de ser lo que antes eran: ritos más rituales que los de las iglesias


Doña Frigidia tenía una costumbre reprochable: mientras su esposo don Frustracio cumplía el débito conyugal ella veía la serie de moda en su tableta. Cierta noche él se atrevió a hacerle una petición: "Por favor, mujer, muévete un poco". Contestó doña Frigidia: "Espera a que termine el episodio". (¡Qué barbaridad! ¡Y apenas iba en la musiquita del principio!). Los jóvenes recién casados habían hecho un plan para ese sábado. Comerían en casa; luego harían el amor toda la tarde y después verían una película en la tele. Pero, ¡oh desgracia! En eso llegó sin aviso la mamá de la muchacha. "Vengo a comer con ustedes" -les anunció sin más. Se consternó la chica. No así el yerno. Con meloso acento le preguntó a la visitante: "¿No le importaría, suegrita, comer comida de ayer?". Respondió la mujer: "No". Le dijo el muchacho al tiempo que la encaminaba hacia la puerta: "Entonces, por favor, venga mañana". "¡Qué lástima que las cosas cambien!" -le digo a don Abundio el del Potrero. Es que lamento la pérdida de algunas tradiciones en el rancho. Los nietos ya no les besan la mano a sus abuelos, ni los que hacen un trato se arrancan un pelo del bigote o de la barba en señal de que por ser hombres no faltarán al compromiso que acaban de asumir a la palabra. Por eso le digo al sabio viejo: "¡Qué lástima que las cosas cambien!". "Sí -confirma él -. Y qué malo sería que no cambiaran". Los informes presidenciales han dejado de ser lo que antes eran: ritos más rituales que los de las iglesias. Reportero novel, asistía yo en el Palacio de Gobierno de mi ciudad, Saltillo, a la solemne ceremonia del Informe del señor presidente de la República. Ausente el gobernador del Estado -había viajado en tren a México para asistir al importante acto-, el evento local era encabezado por el secretario general de Gobierno. Al frente de un vasto salón colmado por todas las fuerzas vivas -las muertas ya pa' qué- se colocaba una mesa, y sobre ella un radio Philco. En él todos oíamos, reverentes, la lectura de su informe por el primer magistrado de la nación.  Cuando en el recinto del Congreso en la capital el público lo ovacionaba, nosotros le aplaudíamos también, puestos de pie, al radio Philco. Ésas eran solemnidades, no chingaderas, si me es permitida una expresión poco solemne.  Desde luego dicho ceremonial se antoja ahora ridículo. Era en verdad un acto de pleitesía al presidente en turno, quien después de haber dado lectura durante tres o cuatro horas a un farragoso documento lleno de cifras millonarias debía acudir al besamanos de la corte, y luego desfilar en coche descubierto para recibir la espontánea aclamación del acarreado pueblo. Todo eso parece ahora una fotografía en sepia; algo perteneciente a un México que ya se fue. ¿´De veras ya se fue? Veamos. Antes regía en el país la voluntad de un solo hombre. Ahora también. Antes se confundían partido y Gobierno. Ahora también. Antes el presidente en turno hacía y deshacía con la ley y las instituciones. Ahora también. No quiero incurrir en pesimismo extremo, pero ganas me dan de pensar que, salvo algunos avances ciertamente significativos, en lo que hace al absolutismo presidencialista lo único que ha cambiado en el país es lo del radio Philco. Don Chinguetas llegó escandalizado a su casa. Le contó a su esposa que al hacer alto en una esquina un tipo se le acercó a la ventanilla del coche y le dijo con atiplada voz: "Hago de todo". Relató don Chinguetas, azorado: "Inmediatamente aceleré al oír eso". "Pendejo -le reclamó doña Macalota con enojo-. Te hubieras traído a ese joven. Yo necesito quien barra la casa, quien arregle el jardín, quien saque los perros a pasear". FIN.